Había una
vez una mujer que era como el fuego, yo la llevaba de un sitio a otro con
cuidado para que no se apagara, cuando llegaba a un lugar seguro la avivaba, me
calentaba, tostaba mi piel y al final me quedaba dormido a su lado.
Por la
mañana me despertaba de un salto, con miedo a encontrarme con tan solo unas
cuantas brasas débiles, pero siempre estaba ahí, bailando entre las cenizas,
mirándome. Con el tiempo me fui enamorando de esa mujer, no era un fuego muy
común, era fuerte y débil a la vez, era un fuego frío, y yo sabía que sin ese
fuego acabaría por congelarme, o devorado por los lobos y enterrado bajo la
nieve.
Un día me
habló, con la voz que tienen los fuegos, me contó las cosas que había quemado,
las historias que había oído a su alrededor, me habló de gente que había
acudido a ella para calentarse, o que
había intentado apagarla… Yo le hablé de la lluvia, que era lo único que la
asustaba, le hablé del mar, de mi torpeza, da las cosas que me importaban. De
vez en cuando se reía y empezaba a brillar más y más, con tanta fuerza que
conseguía hacerme lagrimear.
Cada vez
tardaba más tiempo en despertarme, hasta que un día la encontré muy débil, sin
apenas brillo. Me enseñó su herida y era horrible, intenté avivarla como hacía
siempre pero no podía, no era un fuego corriente. Me dijo que era una herida
profunda, y que solo los huesos viejos la calmaban, así que metí mi mano entre
las llamas. Empezó a lamerla con suavidad, mientras yo notaba cómo menguaban mis dedos para pasar a formar parte de ella.
Comprendí entonces que dolía más la normalidad de cada día, que aquel instante
en el que me quemaba vivo.
Desde
entonces duermo cada noche muy cerca de ella, para que nunca más se debilite,
para por si necesita mis huesos viejos, yo al bucle de su olvido, ella al redil de mis instintos.
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